El llenar todos mis vacíos y dolores con estoicismo fue una medida muy drástica que ahora está dando problemas… Cargo con una culpa que no me pertenece, le perdí emoción a vivir.

Me estremecí el día que un buen amigo compartió conmigo estas palabras.

Disfrazada de una prosa encantadora, nos inunda la plaga de la gestión emocional que se nos presenta como clave para la felicidad y resolución de nuestros problemas con éxito. Cientos de libros, miles de ventas, millones de visualizaciones bajo nombres como realización personal, autoayuda o coaching nos prometen estar un paso más cerca de esa eudaimonía que tantos siglos llevamos buscando, convirtiéndola así en un producto de mercado.

Esta literatura asegura a sus lectores que les enseñará los pasos a seguir para alejarse de aquellas cosas que causan su infelicidad. De esta forma, ciertas emociones y sentimientos, como el miedo, la tristeza o el dolor, son sentenciados al silencio y, con ellos, una gran parte de nuestra esencia humana. Lo que no nos cuentan en sus páginas es que, tras esta cancelación de las -mal llamadas- emociones negativas, tropezamos con un peligro inmenso: la creación de individuos infelices en secreto e incapaces de regularse emocionalmente, cargándose de una culpa que no les pertenece.

En este escenario de discursos dirigidos a la mejora, al menos aparente, de nuestra vida, se abre paso el atractivo del estoicismo moderno. En los últimos años las ventas de libros relacionados con esta filosofía han aumentado significativamente, si ponemos en pie en cualquier gran librería, nos daremos cuenta de cómo estas obras han empezado a inundar las estanterías. Y, si bien es cierto, que esta avalancha de estoicismo podría ayudar a incrementar el interés por la filosofía en general, también lo es que representa un gran peligro para ella, pues no son pocas las veces que se presenta como filosofía algo que es pura palabrería.

En este caso, los preceptos del estoicismo que se abalanzan sobre nosotros son extraídos de su contexto original, tergiversados y encajados a la fuerza en la era de las superventas de libros de realización personal.

Lo que resulta atrayente de este nuevo estoicismo es que promete desvelar a quien lo practica cuál es la mejor forma de ser y la pone al alcance de su mano. Estas enseñanzas desvalorizan a las personas que se alejan de ellas o no se comportan siguiendo sus mandatos. El individuo que empieza a interesarse por este saber aprende así que existen dos formas de ser, una buena (la del estoico) y otra mala e inferior (aquella que se aleja del estoicismo), y proyectan sus energías y acciones en amoldarse a esos límites “deseables” e, incluso, empiezan a sentir como una obligación el comportarse de acuerdo con estas enseñanzas.

La forma del discurso del estoicismo moderno es también muy particular: llena de frases cortas, redactadas en imperativo y que invitan (u obligan) a la acción. Sus mensajes son superficiales y nada individualizados, por lo que cualquiera podría identificarse con sus propuestas de carácter general. De esta forma, cualquier lector puede sentir que le están hablando a él directamente, se considera “elegido”, lo que le hace creer que forma parte de la comunidad y empieza a reconocer los mandatos estoicos como “deberes”.

Bajo la promesa general de mejorar la vida de las personas que lleven a cabo sus enseñanzas, este estoicismo lo que consigue es eliminar de un plumazo la vida biográfica del individuo, ignorando el contexto personal sobre el que ha edificado su vida hasta ese momento y haciendo creer que sus máximas son aplicables y alcanzables por todos aquellos que tengan la voluntad, fuerza y valor de llevarlas a cabo, sin importar el entorno, las experiencias o las condiciones de vida de cada uno.

Encontramos en sus líneas frases como “domina el placer”, “aléjate de tus pasiones”, o “el sufrimiento es opcional”. Además, advertimos que estos nuevos estoicos se definen a sí mismos como seres superiores, despiertos, más resistentes, sabios y exitosos y, en su oratoria, siempre distinguen y establecen una tensión entre los demás (los que están equivocados, o ciegos) y ellos mismos (los superiores).

La gran táctica del nuevo estoico para la consecución de esta vida idílica es la supresión de emociones como la tristeza, el miedo o el dolor por asociarlas a conceptos como debilidad, cobardía o inferioridad. Estas emociones se presentan como “males” para el individuo, que empieza a hacer todo lo que puede por alejarse de ellas, y no por gestionarlas y entenderlas. Bajo el engaño de que somos capaces de vivir sin ellas, lo único que consigue esta “filosofía” es llenar cada día un poco más nuestra caja de Pandora, que acabará destapándose. Estos sentires, aunque incómodos y dolorosos, forman parte importante de la vida anímica del ser humano y, al cancelarlos, estamos reduciendo nuestra esencia a una ínfima parte.

El gran peligro ante el que nos encontramos aquí es el conflicto interno que, tarde o temprano, surge entre la interiorización por parte del individuo de estas máximas y la evidente realidad de que no es capaz de llevarlas a cabo de forma satisfactoria. La persona acaba colisionando con los estándares que se había establecido como deseables y realizables, se siente incapaz de seguir el ritmo a esta filosofía y entiende que, si teniendo todo al alcance de su mano no es capaz de conseguirlo, el problema es suyo por su insuficiencia. Proyecta de esta forma una imagen de sí mismo incapaz, inferior e indeseable, completamente opuesta a lo que aspiraba ser. Los cimientos de su mundo emocional empiezan a tambalearse, es el efecto rebote del estoicismo.