Está llena la vida de veces, de enlaces, una sucesión de días, cada uno con su drama e historia, que van desembocando uno tras otro en la noche, entregándose el relevo en el amanecer.

Algunas de estas veces de las que se nos llena la vida son, inevitablemente, últimas. En ocasiones se sabe de su llegada y, aunque con disgusto por no querer verlas marchar, se tiene oportunidad de despedirlas. Otras veces se espera con ansia su término, se las quiere ver acabadas por causarnos hastío y se alegra uno cuando no se carga más su tiempo con ellas. Y, entre todas estas últimas veces que componen el entramado vital, existe una especie que supone una real y constante amenaza a nuestros días: la no sabida y aún esperada.

Las últimas veces no sabidas son aquellas que han partido en silencio, de puntillas y sin despedirse. No se cae en la cuenta de su falta porque no se las ha visto marchar, por tanto, se las sigue esperando, se las da por hechas, se diluyen en lo cotidiano. Solo el tiempo, con su irremediable paso, nos deja pistas de esta ausencia, aunque casi nunca tomamos algo de él para preguntarnos sobre las veces que llenan nuestras vidas.

Las primeras veces siempre son siempre conocidas cuando llegan, se nos presentan. Pueden sorprendernos o podríamos estar ya esperándolas, pero las últimas y no sabidas son una especie de robo o de rapto. No nos preguntan, no se anuncian, solo nos quitan.  Cuando sabemos de ellas que fueron las últimas, sentimos que de la vida se ha descolgado algo. Y así ha sido, en su ida, han arrastrado la parte de nosotros que aún las esperaba. Son un derrame irremediable, una fuga: la última vez que visitaste aquel lugar, cruzaste esa mirada, tocaste aquella piel, diste ese beso, hiciste aquello que amabas…

Se pasa de pensar en aquella vez a aquella última vez, y este detalle añadido es de extrema importancia, porque la vez queda flanqueada. Otras están por venir, o por repetirse, pero aquella última vez está exiliada, no nos va a ser devuelta. Solo puede vérsela en la distancia, cada vez más lejana. Con esto se nos instala una contradicción: por un lado, el saber de la inexorable existencia de últimas veces y, por otro, la querencia, deseo y esperanza de su vuelta. Queremos volver para despedir lo que escapó, o para impedir su huida y, aun sabiendo que no es posible, no podemos evitar pretenderlo. Estas veces siguen latientes (procurándonos latidos) aunque ya hayan marchado.

Las últimas veces que queremos que nos sean devueltas –habría que preguntarse si ciertamente llegaron a ser nuestras– son aquellas que nos llenaron el ánimo. Préstese atención aquí al uso de la palabra ánimo, que proviene del latín y significa soplo, y guarda relación con el ánima, que significa alma. Puede entenderse como una especie de principio vital, un soplo para el alma. Anhelamos que nuestro ánimo vuelva a inundarse por esas veces, seguimos latiendo por ello. Pero vivir es un exilio constante, ir dejando para ir llegando, un empuje al que no podemos renunciar. Se nos va quedando atrás constantemente la vida sin remedio.

Escribe Salinas con total exactitud:

en el beso que se da
se estremece de impaciencia
el beso que se prepara

Y a mí se me murió un beso en la espera, por no saber que el último ya había sido dado.