¿Acaso comparte la música algo con el cielo? En ella hay muestras provenientes de lo alto, decía Marsilio Ficino, vestigios de los astros, de lo celeste, del arriba. Y cierto es que la música parece contener algo no terrenal y, cuando alcanza a tocarnos, nos sentimos nosotros también, por un momento, fuera de lo mundano.
La música se nos inserta en la vida vistiendo nuestra cotidianidad. Por un lado, es una tregua con el afuera, un callarse del ruido, un lugar en el que uno puede ensimismarse y recorrerse por dentro. Por otro, es un acompañamiento con lo que nos ocurre en nuestro día a día, con lo que batallamos y con lo que gustamos. La música es el ropaje con el que vestimos nuestra biografía.
Todo lo que nos vive dentro, lo tierno y lo amargo, es arrastrado y acercado por la música a nuestra orilla, a la piel. Nos pone frente a ello y, como si de una pendiente se tratase, caemos empujados por ella en nosotros mismos. Después, acaba su sonar, pero permanece con nosotros la secuela, la melancolía. Y, aunque su melodía nos asiste, sobre todo, en las luchas con el afuera, no debe confundirse su escuchar con la huida. La música es un modo de atrincheramiento, no de retirada.
Al escucharla, hace nacer en nosotros unas aberturas propias, un camino que es suyo y certero. En lo que emana a causa de ella no hay mentira. Uno se duele, se irrita, se cuestiona, se alegra o se agita. No se la puede engañar ni esquivar, recorre un camino que siendo nuestro es suyo también y la emoción que nos nace de ella no podría darse de otra forma que no fuera en su escuchar.
Razón de esta certeza es la involuntariedad en lo que nos hace sentir. La música evoca agitaciones sin que nosotros se lo consintamos, este sin querer es a veces dulce, otras, muy doliente. Lo que se piensa y se siente mientras la música nos está ocurriendo es completamente cierto: en quién piensas con cierta melodía, qué recuerdo traen a flote esas notas, qué camino recorrías cuando escuchabas aquel grupo, qué rostro se desentierra al escuchar ese viejo álbum, qué momento se desempolva en ti con esa estrofa.
Las armonías descienden de algún lugar y habitan en nuestro mundo terreno. Pero únicamente conmueven aquellos corazones que tienen pasiones vivas. Emocionan el espíritu de aquellos cuyo corazón tienen razones para latir. Por ello, debemos alarmarnos y no depositar nuestra confianza en el hombre que no se regocija con las armonías musicales, pues su fondo sufre una gran carencia. Nos lo advertía ya Shakespeare:
El hombre que no tiene música en sí mismo, ni se conmueve con la concordia de dulces sonidos, es apto para traiciones, estratagemas y rapiñas; los movimientos de su espíritu son sombríos como la noche, y sus afectos son tan oscuros como el Erebo: no se puede confiar en tal hombre.
Tanto el poeta inglés como el filósofo renacentista parecían coincidir en lo esencial. Ambos entendieron que la música tiene un poder singular sobre el ánimo del hombre y, en ella, parece residir algo que no pertenece enteramente a este mundo.
Ficino, será que sí, que tenías razón: la música tiene algo de celeste y el punto álgido al que llegamos con ella no es alcanzable de otra forma que no sea en su escuchar.