Permítanme hoy alzar la voz en defensa de un sentir que está siendo injustamente castigado: el arrepentimiento. Parece ser que el arrepentirse es entendido como un dolor que debiera ser cancelado, que denota debilidad, inferioridad y vulnerabilidad. Es, sin embargo, una experiencia humana a la que no deberíamos dar la espalda.

¿Se imaginan un mundo sin perdones? Encuentro constantemente a mi alrededor personas que consideran inequívocos cada uno de los pasos que han dado y, siendo incapaces de pronunciar un lo sientocaminan cada vez más solos, incluso sin ellos mismos, por no llegar a conocerse.

En el arrepentimiento, uno siempre se arrepiente. De algo, pero somos nosotros los que nos dolemos en esta experiencia. Esta dolencia nos sumerge enteros y nos coloca en la raíz de la causa. Uno no tiene más remedio que mirarse a sí mismo en este dolor y protagonizarlo. Es un camino hacia el interior, de descenso, que obliga a mirar de frente lo que uno mismo ha hecho. Es quizá por ello de los dolores más difíciles de abrazar, porque es uno mismo su causante, es un dolerseMe duelo, podríamos decir con exactitud.

Este dolor que emana del arrepentido proviene de un corazón que él mismo ha golpeado: el suyo. Sabemos, al menos, que lo tiene. Y que puede romperse, o que roto ya estaba. En sus porosidades se ha adentrado y encontrado un hueco la culpa, que anidará hasta que se la mire de frente. Al verdadero arrepentido no le asusta afirmar que se equivocó y que burlaría el tiempo si pudiera, se mira con unos ojos que, siendo suyos, hacen de juez y sentencian. No es una rendición, no está perdido, está observándose en la culpa. De ésta quiere uno arrancarse, sin embargo, aun siendo tan insoportable a veces su sentir, es uno de los motores de cambio más potentes en la vida humana

Lejos de ser un cobarde, el arrepentido se hace frente desarmado. Es capaz de tomar conciencia y perspectiva de los pasos dados y, tras dolerse, nace en él una querencia de mejora que le acompañará el resto del camino. No se trata de castigo eterno, de sumergirnos en una culpa crónica, sino de reconocer el alcance de nuestros actos, de poner en una balanza lo hecho, lo conseguido, lo perdido y los dolidos. Sobre todo los dolidos.

Si cada día nos estamos escribiendo un poco más, si con cada acto estamos rellenando aquello en blanco que está por venir, si no podemos dejar de estar con nosotros mismos, ¿cuál es ese lugar al que aspiramos llegar si no volcamos lo aprendido, lo dolido y lo culpado en el por hacer?

Nos hacen falta más perdones nacidos del corazón.