Ocurre a menudo: uno se despierta a su vida, se dispone a seguir con ella desde donde la dejó ayer y en el camino se tropieza, de vez en cuando, con una tristeza. A veces parece como si ella supiera de antemano por dónde íbamos a pasar y se encontrara esperando, pacientemente, el momento exacto para aparecérsenos.

No les cuento nada sorprendente, no es novedad alguna que en nuestro recorrido vital nos dolemos, que no hay forma posible de salir ileso de la vida, que no hay biografía que no cargue alguna pena. Sin embargo, al mirar de cerca este hecho, creo haber descubierto algo importante que está siendo ignorado: la diáspora, la comunidad que nace por compartir el lamento.

Toda vida carga dolencias, pesares con distinta causa y efecto, tantos y tan dispares como las carnes que los guardan. Son los cuerpos los que los llevan internos, mas son ellos los que están apresados: los lamentos nos viven dentro sin habernos preguntado. Lamentar es, desde cada individualidad, estar en común con el otro, que también vive con una pena dentro. Cada vida es una, pero en la dolencia se hace colectiva, se toca aquello que vive en el otro también. Las penas son un lazo que, en nuestra dispersión, nos unen, son copulativas. Esto es la diáspora del lamento: compartir la existencia de alguna pena.

Si realizáramos una profunda labor arqueológica en los fondos de cada individuo, descubriríamos que ninguno de ellos se encuentra vacío de pesar. Los sollozos son distintos, pues lloran lo que ocurre en cada biografía concreta, pero el lugar en el que habitan es el mismo, solo cambia la carne que los guarda. Debajo de cada piel hay, pues, siempre algún lamento. Se encuentran en la parte más baja del pecho, la más honda, es la zona más irritable de carne viva que guardamos, es el lugar donde uno siente que vuelca. Y así es, por su hondura, este lugar en el que guardamos el pesar es vertiginoso y no existe cuerpo en el que no esté presente. 

Aunque el lamento se halla en nuestra zona más recóndita, siempre encuentra un lugar para salir y pronunciarse -porque lo necesita-. El lamento asciende por las porosidades que va encontrado en su camino hacia la superficie. A veces es escurridizo y no se deja ver, otras, sin embargo, se anuncia claramente. Se lee en los rostros, en los ojos, en los cuerpos y en las palabras. Se advierten caras apenadas, miradas vacías, cuerpos afligidos, voces dolidas. Aun allí donde parece escondérsenos, está golpeando por debajo, siempre existe en el subsuelo, aunque en ese mismo instante no esté causando ningún incendio. Cada biografía con la que nos cruzamos, retiene siempre en sus adentros algún lamento que la está agitando.

Si el lamento nos es común, si no existe cuerpo en el que no resida, surge la siguiente cuestión: ¿es sensato intentar escapar de él si siempre está por venir? ¿Intentar ignorarlo? Hay quien podría pensar que negarse a aceptar el advenimiento del dolor es el mejor camino, no quererse nunca dolido. Camino extremadamente peligroso es este: aquel que cree que las dolencias deben ser sentenciadas al silencio está acallando también sus más íntimos espacios, partes de su propiedad. Este escenario de negación es contrario a lo que nuestra arquitectura interna demanda, nos intenta arrancar sentires a los que les corresponde vivirnos dentro. Aquel que aspira a no albergar ruinas, solo puede guardar desiertos carentes de historia. Aquel que quiere arrancarse el lamento, se vacía también él. No se le puede negar a la pena un espacio que es suyo. 

Al lamento, por tanto, hay que esperarlo -porque siempre llega -, arroparlo y saberse con él para saber qué hacer con él. No hay éxodo definitivo. En las distintas vidas, escribiéndose cada una a sí mismas, reposa una comunidad: la del lamento que no se va del todo jamás. En este no poder evitarlo somos todos uno, análogos en la pena, más comunes.

Podría parecernos que aceptar el lamento es aceptarse vencido, sin embargo, encontramos dos posiciones ante la pena inevitable entre las que hemos de elegir: la absurdez de construir un relato vital en el que el lamento siempre nos alcanza o la lucidez de proporcionar asedio a una existencia lamentada